lunes, 25 de abril de 2016

La dulce Actea

Sentado en la oscuridad, sin más compañía que su alma y la soledad, los pensamientos del princeps Nerón corrían, saltaban, se detenían y danzaban, siempre inconexos, en ocasiones enfrentados, poco después reconciliados, a veces tristes, a veces contentos, siempre desfigurados. Con cada una de las notas arrancadas de la lira con las mismas suaves caricias que dedicaría a la mujer más amada, mil y una notas bullían en sus venas en una espiral frenética y el mundo al completo se derrumbaba hasta quedar reducido a pura música. Un vibrante rayo de luna, travieso, inquieto, atravesaba la oscuridad para iluminar sus labios trémulos, tarareando entre dientes versos inconexos de cortas poesías recién nacidas, aún sin ser escritas, cuyos desdibujados personajes ante sus ojos cobraban inusitada vida.

De improviso, Nerón escuchó un sonido, como un suspiro. Asustado y avergonzado, se detuvo.

          -¿Quién es?-preguntó el César-¡Muéstrate!-ordenó.

Una muchacha obedeció servicial, avanzando temblorosa desde las sombras hasta alcanzar la luz de la luna. Era menuda, de escasa estatura, bastante huesuda y sin apenas curvas, pero había algo bello en sus rasgados y profundos ojos negros, en la palidez marmórea de su piel tersa, o en la carnosidad de sus labios color fresa. No era esa la primera vez que la veía: muchas veces la había contemplado, de pie al lado de Octavia, esperando una orden suya sin emitir sonido alguno ni moverse.

          -¿Qué haces aquí? ¿Te ha mandado tu ama?

La esclava asintió con la cabeza, tímidamente, sin levantar la vista del suelo. Sin embargo, gracias a aquel movimiento, el emperador pudo ver dos lágrimas gruesas rodar por su rostro hasta fallecer en su boca. Dos lágrimas que la luna convertía en cristal y en plata contra las mejillas encendidas de la muchacha y el vello erizado de su rostro. Nerón no había visto jamás algo tan hermoso.

          -Lo lamento, princeps-se disculpó azorada-. No quería interrumpirte. Mi ama Claudia Octavia pregunta si esta noche acudirás a su lado.

          -¿Por qué lloras, esclava?

El suave rubor se intensificó. Nerón quería sentir en sus dedos el calor de aquellas mejillas.

          -La música...-confesó en un susurro emocionado-. La música era demasiado hermosa.

Emocionado por el imprevisto halago, el corazón de Nerón se desbocó raudo, para detenerse rápido, aún molesto por la interrupción, todavía cohibido ante un público repentino. Su primer público: esas melodías, que surgían de lo más profundo de su espíritu, nunca se había atrevido a mostrarlas por el miedo a la mofa, al rechazo y a convertir en realidad un sueño solo para verlo morir impotente entre las manos. Ahora, que por un error se había dado el primer paso, se sentía ávido de compartirlas, de cosechar opiniones, recoger aplausos, sentir el cariño del público al gritar su nombre en el teatro.

          -¿Quieres escuchar más?-la interrogó nervioso y esperanzado.

          -Si ese es tu deseo, César…

La esclava se sentó a sus pies, siempre cabizbaja, las delicadas manos entrecruzadas en el regazo. A pesar de no pronunciar una palabra, su cuerpo era para Nerón un nuevo instrumento, sorprendente y conmovedor, dónde podía medir con total precisión la reacción a cada nota arrancada de las cuerdas de la lira. Un leve temblor era para la emoción. Un ligero sollozo para la tristeza. Una media sonrisa para la alegría. La boca entreabierta, con una mano apoyada contra los carnosos labios, era sin duda para la sorpresa. La tensión en la delicada espalda para el terror. Un suspiro para el amor.

Se acercaba el alba cuando la música cesó. Había concluido el enloquecido sueño de la poesía, en el que nada existía salvo esos versos y ellos dos, y ahora ambos debían retornar a sus respectivas vidas Ella se levantó sumida aún en su silencio, y, con un respetuoso asentimiento de cabeza, se dispuso a partir: en su mente las melodías habían dejado ya paso sin sobresaltos a la larga lista de tareas de la esclava. Él, en cambio, no se sentía capaz de dejarla marchar. Quería verla otra vez vibrar.

          -¿Cuál es tu nombre?

La muchacha se volvió extrañada: este no era un dato que por lo general preocupara a los amos. Por vez primera le miró a los ojos: una leve chispa brillaba en sus pupilas oscuras como estrella perdida en una noche sin luna, prendiendo en la mirada de Nerón un fuego que ni él mismo comprendió.

          -Actea-fue su respuesta, otro susurro. De nuevo bajó la cabeza, turbada.

          -¿Volverás mañana?

¿Creyó entrever una pequeña sonrisa ahogada?

          -Siempre que me llames, César, estaré a tu lado.

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Fotografías: Dos detalles de "Safo y Alceus", de Lawrence Alma-Tadema

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