viernes, 29 de enero de 2016

La extraña oferta a Catón de Útica

Tras haber analizado el importante papel como mediadora y nexo de unión entre su familia de origen y aquella a la cual pertenecía por matrimonio, incluso entre naciones e individuos, que la literatura romana, con cierta independencia de su descendencia, concedía a la mujer y a la esposa -ver artículo anterior Lavinia, las Sabinas, Tarpeya y Tulia: las mujeres en la obra de Tito Livio- cabe sin duda preguntarnos si tal concepción conciliadora tenía su reflejo más allá de las letras, en decir, en la vida cotidiana, o era un mero recurso literario. Para ello, consideramos interesante analizar una pequeña anécdota contenida en la biografía Cato Minor, de Plutarco, y en el poema épico Farsalia, de Lucano, y cuya protagonista involuntaria sería Marcia, hija del cónsul Lucio Marcio Filipo. 
El orador Quinto Hortensio Hórtalo, padre de aquella Hortensia que años después se opondría con su brillante discurso a la política de los triunviros -ver también artículo anterior El valiente discurso de Hortensia-, sentía desde siempre una gran admiración por Marco Porcio Catón (llamado el Joven o Catón de Útica, para así distinguirlo de su bisabuelo, Catón el Censor). Por ello, tras la muerte de su esposa Lutacia, quién le diera al menos dos hijos, intentó convencerlo de que le ofreciera a su hija Porcia, ya casada con Marco Calpurnio Bíbulo. Ese hecho no pareció sin embargo ser un obstáculo para Hortensio, pues expuso varios razonamientos centrados en que las mujeres, tras dar a su marido cuantos hijos fueran necesarios, no habían de quedar condenadas a una voluntaria esterilidad. Cuanto mejor sería, sostenía él, entregarlas a otros maridos que, a su vez, desearan tener hijos. De este modo todos saldrían beneficiados, sobre todo la sociedad y el Estado, que podrían así aprovecharse de tal fecundidad; las alianzas entre familias y personajes destacados se multiplicarían y se daría paso así a la concordia. En caso, añadía Hortensio, de que Bíbulo, egoísta, quisiera conservar a su esposa, él se comprometía a devolvérsela tan pronto le hubiera dado un hijo1
A Catón aquello le pareció absurdo y se negó rotundamente, pero Hortensio no se rindió. Le propuso entonces casarse no con Porcia, sino con Marcia, la propia mujer de Catón. Le hizo ver que Marcia era tan virtuosa como Porcia, que aún era lo bastante joven como para tener hijos (de hecho, estaba entonces embarazada), y que Catón ya tenía garantizada la descendencia; por todo lo cual, él deseaba tenerla por esposa. Catón comprendió al fin que Hortensio en verdad no bromeaba y reflexionando sobre sus argumentos, que de hecho le parecían razonables, acabó por aceptar, si bien puso como condición que Filipo, padre de Marcia, concediera también su aprobación. El anciano aceptó, aunque a cambio pidió que Catón estuviera presente en el momento de celebrarse el nuevo matrimonio, y en cumplimiento de su palabra, el propio Catón entregó a su esposa Marcia a Hortensio2.
Ahora bien Hortensio es, ante todo, un orador, un experto en el uso de las palabras con el fin de defender cualquier causa, independientemente de si la consideraba justa o creía en ella. Sin duda, su discurso ante Catón no era más que una argumentación bien preparada, un consumado ejercicio de oratoria, que persigue un objetivo distinto a la descendencia. Es Plutarco, al inicio de su narración, quién nos pone sobre aviso de sus verdaderas intenciones: lo que en realidad mueve a Hortensio para proponer algo semejante es su gran admiración por Catón y su deseo de ser para él algo más que un amigo. Lo que ambiciona, pues, es establecer con él una alianza familiar, no la descendencia, por lo que, tras la muerte de Lutacia, le solicita primero a su hija Porcia como cónyuge, y rechazada ésta, opta por pedirle a su esposa Marcia, ligada ya a Catón por una común descendencia. Si, como él defiende, su propósito es tener hijos, no habría esperado a fallecer su anterior esposa para buscar otra mujer que se los proporcionara: simplemente se habría divorciado. Es más, ya que tuvo hijos de la esposa fallecida en sus primeros años de matrimonio pero no con posterioridad, siendo éstos ya adultos cuando Hortensio realiza su propuesta, él mismo condenó a Lutacia a aquella "voluntaria esterilidad" que defiende, de forma irónica, ante Catón que él, por el contrario, no debe aplicar a Porcia ni Marcia.
En cuanto a Catón, él tampoco cree en los argumentos que le expone Hortensio. Lucano nos advierte que creyó que bromeaba pues todo aquello le pareció un absurdo. Sin embargo, finalmente acepta, aunque no porque, tras larga reflexión, considere que sus razonamientos son de hecho válidos. Le mueve el mismo motivo que al orador: la posibilidad de una alianza. Al final de su discurso, su amigo alude que aquel intercambio de mujeres que propone redundará en beneficio de la sociedad romana, y Catón, como un nuevo Eneas -ver artículo anterior Creúsa y Dido: prototipos de mujer en la Eneida de Virgilio-, antepone su servicio al Estado frente a sus propios intereses, frente a cualquier sentimiento personal; así pues, en la jerarquía de sus deberes, los compromisos contraídos con Marcia son secundarios con respecto a las obligaciones que reconocía frente a la sociedad y el Estado. Eso no impedía apreciar el vínculo conyugal que ambos mantenían; por ello, muerto Hortensio, Catón aceptó a Marcia de nuevo como esposa pero, ya que consideraba que las relaciones sexuales debían tener como única finalidad engendrar hijos, y puesto que él tenía un número que consideraba suficiente, y Marcia era además inútil para la maternidad, este segundo matrimonio con ella fue casto3, lo que demuestra que, frente al discurso intencionado de Hortensio y la posterior supuesta aceptación de sus principios esenciales, Catón tampoco consideraba los hijos como el fin primordial del matrimonio, sino el establecimiento de poderosas alianzas.

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Fotografías: "Una silenciosa propuesta" y "Un silencio elocuente", de Lawrence Alma-Tadema
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1 PLUTARCO, Cato Minor, XXV
2 LUCANO, Farsalia, II, 2387-2388

3 LUCANO, op.cit. II, 2389-2392

viernes, 15 de enero de 2016

El nacimiento de un romano

Lucio Opimio había intentado, en múltiples ocasiones y de múltiples maneras, tranquilizar su ánimo: sin embargo, nada podía distraerlo de los agudos y afilados gritos de dolor que traspasaban el eco de la casa y amenazaban con derrumbar sus paredes. En el viejo atrio, de un lado a otro, se esforzaba por ahogar sus pensamientos con el retumbar de sus pasos huecos, pero un nuevo aullido le despertaba siempre de nuevo como del peor de los sueños. Ni siquiera allí pues, donde los esclavos amontonaban ya la hojarasca seca que habría de ser encendida en cuanto el parto finalizara, podía escapar a su largo tormento. Llegaba demasiado pronto, se repetía. Opimio temía por su ansiado heredero pero también -aunque en menor manera-por su esposa Nonia: temía que la criatura que se negaba obstinada a nacer fuera demasiado grande para salir de su útero, que el esfuerzo hiciera explotar su corazón, o desgarrar su cuerpo, o que una infección se alojara en su vientre vacío y la devorara lentamente por dentro. Una anciana partera con gran cantidad de éxitos, recomendada por un socio comercial con una abundante descendencia, dos hábiles comadronas de manos expertas, y algo más de dos docenas de esclavas, la atendían en todo momento desde hacia demasiadas horas. Durante meses se habían provisto, además, de toda medicina o droga que para cualquier eventualidad pudiera ser remotamente necesaria... y no faltaban tampoco los amuletos propiciatorios de cualquier clase, repartidos por todos los rincones de la estancia... ¿Por qué entonces ¡maldita sea! tardaba tanto? No era el primer hijo que traía al mundo su esposa... aunque ninguno con la suficiente fortuna como para alcanzar el año... ¿Y si la cabeza se había quedado atascada? ¿Debía llamar al cirujano? ¿Estaba aún a tiempo de salvar su vida? Opimio se estremecía al recordar la fina sierra diestramente manejada con la que abriría el cráneo de su hijo nonato y lo partiría en un puñado de trozos para facilitar su extracción rápida. No quería perder a otro hijo.. pero si, por los dioses, éste también estaba condenado, si se le negaba, de nuevo, lo que tanto ansiaba, por lo que tanto rezara y en los templos de continuo muchas y grandes ofrendas sacrificara... no debía arrastrar con él a su madre al oscuro mundo bajo tierra del que nunca se regresa... Quizás debiera invocar a Antevorta ante el altar de sus dioses familiares si la criatura venía de cabeza...pero ¿y si venía de pie? No perdería por honrar también a Postverta...

Y, de repente, el primer llanto... Rápidamente, Opimio ansioso presentó un sacrificio a Vagitano, por las atenciones que el dios le había prestado en el que era, en verdad, su único cometido. Los esclavos se apresuraron a darle la enhorabuena, aunque fuera por completo indiferente y en nada sincera, y la llama se encendió por fin para dar vida al fuego simbólico que se mantendría durante los vulnerables primeros días de la criatura para apartar de ella cuantos espíritus malignos persiguieran dañarla... La imagen de Nonia, pálida y agotada, pero sana y salva en su cama inmaculada, mimada en exceso por solícitas esclavas, acabó por apaciguar todos sus temores, y mientras la comadrona se reclinaba hacia delante con el bebé para depositarlo en el helado suelo frente a él, sus instintos paternales pasaron de improviso, con violencia, a un primer plano, y una oleada de orgullo ciego y amor inmenso inundó su corazón emocionado... hasta casi arrasar la decepción sentida al saber que tan solo era una niña... Al menos -se esforzó en pensar- era fuerte y estaba sana: era un buen presagio de la posterior llegada de robustos hermanos, y, como tal, no podía rechazarlo...

Las invocaciones a los dioses protectores salían en voz alta y con claridad de su boca; de inmediato ofreció comida a Picumno y Pilumno, los hijos de Júpiter que presidían la tutela de los niños... sin olvidar a Ops, mientras el bebé estaba en el suelo boca arriba y vulnerable, aceptándola de esta forma en la familia. Miel y espelta fueron ofrecidas a Cumina para que la protegiera en la cuna, y a Rumina para se que preocupara por la alimentación de la pequeña Opimia. Mientras hacia todo esto, el padre orgulloso planeaba ya el futuro de su hija: no más de cuatro años en los pechos de sus nodrizas, para que la mandíbula de la niña no fuera demasiado pronunciada; eso no la haría atractiva para un futuro casamiento...Se la fajaría firmemente también, para que sólo el brazo derecho quedara libre, evitando así que fuera zurda, presagio de malos infortunios... Debía buscar también algún buen maestro, para que pudiera conversar sin profundizar en nada, y, en las reuniones sociales, si se la permitía hablar, sobre las demás deslumbrara... Nonia, por su parte, se encargaría de mostrarla los secretos del telar, el cardado y la lana... Pero para eso aún faltaba mucho tiempo. De momento, colgaría de la puerta una muñeca para anunciar la nueva incorporación a la familia. Tres hombres, uno armado con un hacha, el segundo con un mazo y el tercero con una escoba, con la cual barrería el umbral para expulsar a los malos espíritus del umbral que sus compañeros protegían, vigilarían su portal hasta trascurrir ocho días del nacimiento de su hija, momento en que sería públicamente reconocida en una gran ceremonia.

Ya colgaba Opimio del cuello de la recién nacida la lunula que la protegería del mal de ojo hasta el instante mismo de su matrimonio, cuando un nuevo grito de dolor estremeció la casa... Un esclavo, avergonzado, se inclinó raudo ante él con reticencia: "Es la esclava celta, Cilea". Opimio se volvió hacia el rostro dormido de la recién nacida, sin atreverse a enfrentar la mirada dura, exhausta y furiosa de la convaleciente Nonia... Al parecer, aquel día los dioses le habían concedido ser padre por vez segunda.

En las entrañas de la casa, más allá de la diminuta cocina, del retrete demasiado sucio, del estrecho pasillo sin decoración ninguna, en el angosto cuartucho compartido por la totalidad de los esclavos, Cilea se esforzaba por traer al mundo a su hijo sin más ayuda que la de otra esclava, una anciana de uñas roñosas sin más experiencia que la de haber parido primero un bebé que naciera muerto. Sin comadrona, ni partera, ni siquiera una amiga o una compañera que la sostuviera en cuchillas para así facilitar un parto que se antojaba complicado y largo, la fuerza vacilante de sus manos bastaba para aferrarse al duro camastro semi sentada con las piernas abiertas mientras los demás esclavos salían y entraban del hacinado cuarto con indiferencia. Uno le advirtió de que callara, para no molestar a los amos y sus invitados que celebraban ya el nacimiento de la pequeña. Tampoco a su hijo recién nacido le dejaron llorar demasiado para no perturbar el sueño de Nonia y Opimia. Negando con la cabeza, Cilea exhausta se arrastró al camastro que ambos compartirían los próximos años y se dejó caer sin resuello. La anciana esclava, cumplido su trabajo, la dejó sola con el bebé sin ni siquiera arroparlos; tampoco esperó a que, de improviso, apareciera el padre para conocerlo, ni las felicitaciones de los otros esclavos, para quien su hijo no era más que un estorbo que, durante años, dificultaría su sueño, estorbaría su trabajo y les robaría parte del alimento sin merecerlo. Cilea negó con la cabeza; no sabía de qué se quejaban, era a ella a quién le habían impuesto la compañía del pequeño sin quererlo, era ella quién tendría que cargar con su peso. Ni siquiera había pensado cómo podría llamarlo. Mientras acunaba por primera vez a aquel niño en sus brazos y él bebía con avidez de sus senos, envuelto con descuido en una de sus viejas túnicas de esclava, pensó que, al menos, debería estar agradecida de haber sobrevivido al parto. Quizás debiera dirigir una plegaria a las divinidades que vigilan el nacimiento y protegen al recién nacido en sus primeros momentos, pero nadie se las había nunca enseñado. Finalmente, sus labios se abrieron para cualquier dios o diosa que quisiera escucharla y, satisfecha por el trabajo bien hecho, se quedó dormida de inmediato.

*Fotografías: Ciclo de obras de G. Zocchi sobre la maternidad en la Antigua Roma